• Hola, soy Stig Inrau, y esta es mi historia ...

    Hola soy Stig Inrau, un joven de 25 años al cual le gusta la lectura fantástica, épica y medieval, futurística, el realismo súcio, la generacion beat, y el simbolismo en prosa de finales del siglo XIX. Con este blog pretendo escribir pequeños relatos con los cuales me desahogo en mi tiempo libre, no pretendo que nadie me compare ni me asocie con ningun autor, ya que las influencias son variopintas y no existen dos personas iguales. Con él no tengo intención de que se me juzgue, ni de caer bien a nadie.. ni espero que nadie lea este blog, pero sinceramente, un blog es "bueno" a partir de cuando recibe críticas, insultos, y se le censura, como las mejores películas y las mejores obras. " El nacimiento y la muerte no son dos estados distintos, sino dos aspectos del mismo estado. Gandhi " Los episodios que describen mi vida se suceden, aunque no tienen porque estar relacionados, ni en un contexto histórico ni en contenido. El primer episodio, es el último del blog, del mismo modo que el último episodio que aparece al entrar al blog, es el primero que aparece.

El espejo a dos bandas

Posted by Mordare On 13:08 0 comentarios

Habían pasado dos veranos. Ese era mi momento, el momento que llevaba esperando tras muchas noches borrosas y opacas en mi celda, rasponeando las paredes con las uñas de mi soledad, pero en cierto modo tranquilo, muy tranquilo.

Aquella mañana, los guardias se acercaron a mi cámara para ponerme el chaleco con las alas que me iban a devolver la libertad que hacía meses que no relamía.

- Tu! Sabandija asquerosa! Coje tu mierda y llévatela de aquí. Te largas...
- Qué infortunio. Nunca me imaginé una despedida tan cálida por tu parte, gordo - susurré.
- ¿ Qué has dicho ? !Cierra esa súcia boca! ¿ Me has entendido ?
- Si, si, tranquilo, no te vayas a herniar ahora por una simple despedida, joder...

Mientras carraspeaba el polvo de mi garganta cojí mis cosas y me dirigí a secretaria para recoger mis pertenencias y firmar mi albedrío. No obtuve ni una palmada en la espalda, ni una felicitación, ni una enhorabuena. De hecho nadie se despidió de mi.


Ahí fuera hacía mucho calor, era verano, y poco tardaron mis manos en humedecerse como escandalosas axilas. Ya sabéis, grillos, arena, polvo y sudor.

Ahí estaba, mi Corsa. Hacía dos años que lo habían aparcado en la periferia del recinto, y ahora parecía formar parte del inhóspito y yermo ecosistema. Estaba tan podrido como las hiedras que lo acunaban. De hecho parecía estar cómodo, por un momento no quise perturbar su bonito letargo. Arena, barro, polvo, malas hierbas y olor a cerveza podrida era lo que quedaba del Corsa.

Traté de arrancarlo. tras varios intentos, no había manera de despertar aquel sauriofósil de engranajes y aceite caducado. Empecé a cabrearme y acabé ultrajando a mi antiguo compañero. Le abandoné de un puntapié.

Estuve andando tres horas, pues las instalaciones de la penitenciaría de Hanksville estaban a unos cuantos kilómetros de la primera carretera que pasaba por la zona, los Henry Monts.

Al fin, tras seis horas caminando, pude avistar una empolvada y desértica carretera estatal que parecía tener la rodera de algún coche que por lo visto, no hacía mucho que había pasado por allí. Decidí esperar. Me sente tentando a la suerte. Pasaron las horas.

La paciencia dió resultado, cuando de pronto escuché en la lejanía como se acercaba un coche. Fijé mi vista al horizonte. Allí estaba el carro, era un Cadillac El Dorado Biarritz del '59, cuyo motor rugía de una manera inconfundible. Siempre me habían gustado los coches y conocía bastantes modelos de la época. Me levanté del suelo pesarosamente mientras espoleaba el polvo de mis pantalones y me acomodé sobre el asfalto esperando al majestuoso Cadillac.

El coche pasó de largo diez metros y derrapó en línea recta otros vente metros. Dió marcha atrás.

Era una mujer preciosa. Iba arreglada, como salida de una novela. Por un momento me sentí un plebeyo pidiendo limosna al lado de aquella belleza.

- Por un momento pensé que estabas muerto ! - me gritó.
- Vaya, no se me había pasado por la cabeza.

Mientras abría la puerta del Cadillac, me invitó a subir con un pequeño jesto con la cabeza.

- ¿Cómo te llamas, dónde te puedo llevar?
- Soy Stig Inrau y me he escapado de la penitenciaría - La mentí - Quiero ir a Europa.
- Qué dices, tio!? - Se sorprendío mientras soltaba una carcajada. - ¿Estas loco?

La verdad es que sus carcajadas me resultaron un poco desagradables, pero su escote hizo de libra, y como tal, pensé que merecía la pena no saltar del Cadillac.

- Fíjate - le dije mientras con las manos abiertas presentaba mi ropa - ¿Es que voy bien vestido? ¿Tengo pinta de haber recibido el alta o de estar loco? - Levanté las cejas esperando una respuesta.
- Joder tío, qué generoso eres con la justícia. No pareces mala persona. ¿Porqué te encerraron?
- Me encontré una entrada a un concierto. Me acerqué pensando que podría sacarme dos pavos con mis fanzines, y acabé prendiendo fuego a una garita con unos hijos de puta dentro.
- Jajaja ! Venga hombre, en serio, ¿Mataste a alguien?
- No, en realidad soy padre de família, me dedico a la reparación de electrodomésticos y tengo una pequeña casa en Goodhill donde crío avestruces, las exporto a Europa y a cambio recibo un pequeño salario con el que cubro mi colección de relojes antiguos, los cuales compro a fascistas arrogantes de la antigua Alemania nazi - Jamás me sentí tan satisfecho. Siempre quise vender mi vida a un desconocido. ¿ Tú a que te dedicas ?

Por primera vez se giró, me miró a los ojos mientras sonreía con picardía. Me enamoré al instante. Me puse nervioso y froté mis manos con mi pantalón para intentar paliar los sudores. Le miré a los ojos pero no antes sin mirarle al escote fugazmente.

- Soy sicaria - me dijo - Isaías, tres onze !Ay del impío! Mal le irá, porque según las obras de sus manos le será pagado. - Volvío la mirada a la carretera sin dejar de sonreir.

El corazón empezó a latirme rápido. Intenté desglosar lo que me había dicho pero lo olvidé al instante mientras me acomodaba en el asiento del Cadillac.

- Vaya, sicaria. Jamás lo habría dicho por tu apariencia. Yo pensaba que los sicarios eran como los ogros, gente con ojos de cristal, patas de palo o garfios, analfabetos a las ordenes de algún negro hijo de puta lleno de tatuajes, o algun blanquito millonario de Manhattan con negocios en Ciudad Juárez - Intenté ser simpático con ella, pero no recibí respuesta.
- ¿Sabes? - Me miró de arriba a abajo y fijó su mirada en mis ojos. Tienes algo, me caes bien...
- Dime que bajo tu culo no escondes una Beretta y que no pretendes vaciarla conmigo.
- Jajaja ! Cálla tonto! Seguro que tus cenizas sabrían peor que las de Paul Newman!
- No estés tan segura nena - Solté una carcajada.

Esa chica me caía bien, resultó curioso encontrarme con alguien como ella.

- ¿Cómo te llamas?
- Eva, Eva Lindgren. Soy de padres suecos.
- Lo suponía, ese pelo, esos ojos, esa piel, esas.. En fin. Quizás deba bajarme aquí, en esta gasolinera habrá un teléfono y con suerte algo de comida.
- ¿ No te llevo a Hanksville ? No gracias, me espavilaré mañana temprano. Esta noche la pasaré aquí.

Volvió a derrapar pero esta vez trazó una media luna en la carretera. Me miró, me cogió de la pechera y me besó en los labios. Sentí como se fundían los mios como un cubito en una sarten, y se me puso dura.

- Espero verte pronto - Me alcanzó la mano, y me dió una tarjeta amarilla y arrugada.
- No te preocupes, soy una persona que cumple sus promesas. Te llamaré.

Se fue tan rápido como vino, y me embriagué de su olor, del Cadillac y del sonido de aquel motor. Me acordé de mi Corsa.

Por un momento pensé que parecía estúpido haberla mentido de esa manera. Quizás hubiera sido mejor hablarle de mí, de quién soy, de que se me pasa por la cabeza. Quise meterme en un útero, no sabía por que me sentía mal.

La engañé a ella, y me engañé a mi. Pero al fin y al cabo le saqué partido. Tenía en las manos una tarjeta;


Floristería Lindgren
Hanksville
08-56.3451900
North Lake Str. 39
Eva Lindren
Eva Lindgren


- Qué cojones.. !?!

Dí dos pasos y alcé la vista rápidamente al horizonte. No quedaba nada. Ni rastro del Cadillac ni de Eva, la sicaria. Negué con la cabeza y sonriendo en voz alta me guardé la tarjeta en el bolsillo.

Ese día según me habían dicho iban a venir a visitarme a la celda. Una visita especial, o eso esperaba. Hasta entonces solo había recibido visitas de articulistas urbanos, reporteros baratos, fisgones, algunos seguidores e incluso algún que otro capellán con su jodida vehemencia sacramentada de mierda. Detestaba todo tipo de visitas, sobretodo cuando lo único que hacían era preguntarme absurdeces descabelladas o congratularme por todo lo que había hecho.

Nunca pensé que matar a alguien iba a poder dar tanto de sí. El caso es que yo estaba en el punto de mira de la ley, y el edicto me declaró culpable de los hechos.

Me llamaron por megafonía.

- STIG INRAU, ACCEDA A LA SALA VIDRIADA POR FAVOR.

Me levanté pesarosamente de la cama que habían dipuesto en la celda. Me había hecho amigo de los muelles que sustentavan los últimos suspiros de los convictos, así que froté con delicadeza las sábanas con la palma de mi mano. Cojí mi cajetilla de Winston. LLegué por el pasillo, abrumado por los gruñidos ululantes de los presos que escarnecían en ridículos sollozos y mascullaban insultos.

Abrí la puerta de la sala vidriada. Tomé mi asiento.

Era una chica, alta, delgada y aparentemente algo desaliñada para mi gusto. Tenía ojeras naturales, lo cual le daba un aire taimado que me hizo rechinar los dientes. Su pelo era de un dorado cobrizo y sus mechones fijaron su mirada en mí. La miré de arriba abajo. Llevaba un tejano desgastado, con una camisa a cuadros de colores negra y azul. También pude ver que tenía un bolígrafo, que diestramente se pasaba de un dedo a otro haciéndolo voltear graciosamente. Parecía nerviosa, eso me gustó.

- ¿Y bien? - le dije.
Ella titubeó.
- Hola... Em, soy, soy Alba.
- Hola Alba. ¿Estás temblando?
- Bueno.. no, em, quizás un poco, sí.
- No debes amedrentarte, solo soy un renegado.
- He oído hablar mucho de tí.
En un principio pensé que era una periodista, una policía infiltrada o una reportera atrevida.
- ¿Qué has oído de mí?
- Em.. Bueno, supongo que no todo será cierto, pero de todos modos todo tiene un porqué, algo que nos empuja y nos motiva a hacerlo.
- ¿A eso has venido, Alba? ¿Era así como te llamabas, no?
- Si, bueno.. No he venido para eso.
- Bien.
Me acomodé en la súcia silla de madera y me crucé de brazos.
- El motivo por el que he venido desde Ontario ha sido porque he leído sobre tí. Soy una estudiante de criminología y me gustaría que colaboraras con una pregunta.
- Joder, faltaría más - le contesté - Adelante!
Dí una palmada al aire para que diera comienzo la ceremonia. Ví como Alba se adecuaba el bolígrafo y cruzaba las piernas. Tenía unas piernas maravillosas, eran como un regalo papal, algo etéreo que me hacía viajar en el tiempo.
- Bien.. Empezaré por...
- Tienes unas piernas muy bonitas - la interrumpí - ¿te lo han dicho alguna vez?
- No, bueno... em... - se ruborizó.
- ¿Puedes acercarte al cristal, Alba? Quiero verte de cerca - le dije.
Alba se levantó de la silla. Se acercó temerosamente hasta el cristal y puso una mano sobre él. Miraba al suelo, y me miraba a mí. Parecía que había olvidado como se sonreía. O eso, o estaba empezandose a acojonar de verdad.
- Eres preciosa - le espeté sin pensarlo.
Me levanté de mi silla y pegué mi mano a la suya, a través del cristal. Pude ver en sus ojos la expresión del espanto y el terror. Eso me causó pena.
- Ya puedes sentarte, Alba. Gracias, adelante.
- ¿Qué comiste ese día?
- Huevos fritos con panzeta, estaba poco hecha si no recuerdo mal.
- Bien. ¿Qué te gusta beber? ¿Cerveza?
- Me gusta el zumo de manzana. Me gusta el pensamiento de abeja. Me gusta la cerveza. Me gusta el sabor del hierro que tiene la sangre. ¿Cuando te hieres te chupas la herida?
- Emm.. No, bueno, alguna vez, algún corte, pero no acostumbro.
- Me encanta, la sangre no perjudica. La vida de muchas personas depende de los bancos de sangre que tengas. La sangre es vida. ¿Por qué renunciar a ella?
- Bueno, supongo que tienes razón. ¿Cuándo tomaste la decisión?
- Cuando estuve seguro, salí de la casa, agarré mi lata de gasolina y les prendí fuego a los hijos de puta. Entonces... Supongo que cuando salí de la casa, o no.. Alomejor antes, alomejor cuando intentaron caer bien. O quizás antes, no estoy seguro.
- Bien. ¿Dejaste a un amigo dentro?
- Le envié un mensaje al móbil avisandole de que saliera de la casa. No lo oiría...
- Entonces saliste de la casa, cojiste tu lata de gasolina, rociaste la casa, quemaste vivas a 18 personas.. pero ¿Cuáles son las razones?
- Existen dos tipos de personas.
- ¿Cómo?
- Los que pasan la vida soñando; y los que dan vida a sus sueños...
- No entiendo nada Stig, ¿Qué quieres decir?
- Los que pasan por la vida sin dejar huella y los que la dejan. Entre los segundos, los que pueden crean y los que no son capaces de tanto destruyen.
- Entonces tu te consideras de entre los segundos, de los que dejan huella.
- Si - continué - Dios manda a las personas hacer su voluntad, pero a mi me mandó hacer lo que me salía de las pelotas.
- Es un poco duro tu punto de vista - concluyó - Bien, imagino que no tendrás ganas de hablar más sobre esto, remover la mierda y eso, ya sabes.
- Me gusta tu voz.
- Gracias.
- En serio, eres distinta a todas las putas que han venido a verme hasta ahora, eran la voz de la discordia. Todas esas rameras han intentado manipular mis palabras para usarlas en mi contra. Quieren hacer de mi un muñeco de circo, pero al carajo.
- Sé como te sientes - me dijo.
- ¿Oye, tu serías capaz de hacer algo por mí?
- Depende Stig, ya sabes que toda esta mierda no da para mucho, el cristal, los guardias, esa cámara que hay ahí - señaló con el dedo.
Yo me levanté con un gesto brusco. Agarré el teléfono y lo arranqué del puesto. Lo lancé con mala hostia a la cámara de seguridad, pero fallé y lo rompi en pedazos. Había dejado un surco en el yeso húmedo y viejuno de la pared que hacía esquina.
- Cálmate Stig, joder!
- Detesto los ojos y las cámaras. No son más que dispositivos que profanan la intimidad y alimentan a cuatro sarnosos con la ralla al lado, que se divierten selañando su receptor mientras locos, enfermos y presos se abren brechas en la cabeza contra las paredes de sus celdas.
- Está bien. ¿Qué puedo hacer por tí?
- Quiero que mandes una carta.
- No hay fallo. ¿A quién quieres que se la envíe?
- Quiero que publiques esta mierda. La envíes a una editorial, a los periódicos, a todo el mundo. Al Vaticano, a Europa, Asia, a todo Dios.
- Pero...
- Házlo por favor.
Le pasé la carta por debajo del cristal, utilizando la pequeña ranura, esa muesca en el cristal que utilizaban los presos para trapichear con los camellos.

El nacimiento de la tragedia en el espíritu de los hombres,
el nacimiento del dolor engendrado por nosotros,
humildes, ratas, súcios cobardes, más alla del bien y del mal,
así habló Stig, crepúsculo de ídolos, prejuicios morales,
sobre el porvenir, el sexo, la muerte.
Tengo el suprahombre en mis entrañas,
soy humano, demasiado humano.

Stig.

Era un sábado. Anochecía y yo iba cargado de cervezas así que pensé que podía hacer para distraerme esa misma noche.

Busqué en el bolsillo de la chaqueta que había colgada en el perchero, una invitación a un concierto que me había dado Lois la última vez que me pasé por el Centeno. Era un bar alegre. Habituaban jóvenes morfinómanos y demás adictos al sexo y a los barbitúricos. De vez en cuando me pasaba para pillarle algo al camello.

Encontré la invitación de Lois. Estaba algo despedazada pero pensé que valdría de todos modos. Salí de mi apartamento. Abrí la puerta trasera de mi Corsa y derramé mi chaqueta, las llaves del apartamento, mi caja de cervezas y todo lo que llevaba en ese momento.

Conducí hasta la avenida principal y después torcí al norte por la carretera que me llevaba a las afueras de la ciudad, donde según indicaba el papel, montaban el concierto.

No era muy asiduo a los conciertos, pero no solía descartar la posibilidad de asistir a uno siempre que me invitaban.

La carretera se fué haciendo más estrecha, y el asfalto dió paso a la gravilla y el polvo. Subí las ventanas de mi Corsa. Tuve que beberme rápido la cerveza que había abierto para el camino porque con las sacudidas mi cerveza empezaba a espumajear. Odiaba la cerveza sin sus burbujas y sin el sabor que tenían recién abiertas.

LLegué a un descampado y pronto empecé a oir la música de fondo. Parecía una música bestial, pero no queria subestimarla sin oirla de cerca. Aparqué el Corsa en el primer lugar que vi, a la entrada de la esplanada. Bajé del coche, y agarré mi caja de cervezas. La música se oía cada vez más fuerte. Era como un recital cruel y sanguinario que a simple vista podía acallar a un valiente y hacer que se le cayeran los calzones.

El concierto se hacía en una casa que estaba en ruinas, en la planta baja. Aparentemente la casa parecía deshabitada, pero por las pintadas de las paredes, la ropa que colgaba de las ventanas y el pequeño huerto que había en su lateral, imaginé que alguien se debía ocupar de ella. Entonces ví a Lois.

- Hombre, Stig!
- Que tal.
- No te esperaba por aqui - dijo.
- Me he encontrado con tu invitación y aquí estoy - le contesté convencido.
- Me alegro de que hayas venido - continuó - Acompáñame, te voy a presentar a Pastel y a Carry.
- Bien.

Lois era un chaval de veintitantos años, era alto, delgado y tenía el pelo oscuro. Su cara estaba marcada por las viruelas de su infancia pero seguía teniendo su encanto. Quizás era su manera de andar.

Llegamos a la puerta de la casa y Lois la abrió cediéndome el paso, educadamente.

- Entra Stig, no te asustes - me dijo.
- No creo - le dije yo.

Lois no sabía que con el paso de los años había desarrollado una capacidad para desenvolverme de manera inhumana entre la mierda y la basura.

La casa por dentro no iba más alla de lo normal. Era una sala garnde. Las paredes de la izquierda eran negras, mientras que las de la derecha estaban llenas de garabatos, dibujos y demás frases que tras leerlas, me parecieron fruslerías de niñatos anarquistas, que seguramente habrían leído a algún pensador virtuoso de la época. El resto de la sala estaba llena de sofás viejos, colchones rotos, pósters, una barra de bar reciclada, y más gente de la que yo me imaginaba.

Se me acercó un chaval.

- Eh tío, ¿Quieres algo? Tengo lo que quieras, solo tienes que pedirlo.
- Quiero que podamos sacar a pasear a los perros con cadenas de longanizas - le contesté.

El chaval me miró sorprendido. Soltó un bufido y se dió la vuelta. Mientrastanto Lois me agarró del brazo y me condució a uno de los sofás. En él se encontraban dos hombres de mediana edad. Vestían negro. Tenían tatuajes y gomina en el pelo. Estaban tumbados en el sofá cómodamente mientras dos zorras les susurraban cosas al oído y soltaban gemidos y risitas. Detestaba el ruido de los murmullos y los bisbiseos.

- Pastel, Carry, este es el tipo del que os hablé - dijo Lois.
- Hola - dije yo.

Me miraron de arriba abajo como si fuera un traje de fin de año. Los dos se echaron a reir. La verdad es que mi ascendencia finlandesa solía causar gracia. Era alto, delgado, flágido, tenía una piel lechosa y llena de pecas, y nunca había iluminado a nadie por mi belleza.

- ¿Qué os hace tanta grácia? - les pregunté a los dos capullos.
- Nada hombre - me contestó el del tatuaje del cuervo en el brazo- Solo que no esperábamos que fueras un puto lechoso enfermizo.
- Mis padres son Finlandeses, y no me gusta el deporte.
- Vaya, qué pena - soltó un bufido.

A primera vista estos dos personajes me parecieron los pastores que debían dar de comer a toda la demás calaña que se esmeraba por sentirse integrada en un grupo o identificada con los ideales pertinentes con comentarios persuasivos para borregos.

El del tatuaje del cuervo era Pastel. Era gordo, feo, tenía entradas y olía a rancio. Cuando se reía dejaba asomar algun que otro diente negruzco e infausto. El otro, Carry, parecía más modesto, aunque también más drogado e intoxicado.



- Así que tu eres el famoso Stig - dijo Pastel.
- Si, soy yo - le contesté.
- Me han hablado mucho de ti.
- Qué bien.
- Stig está metido en el rollo de los fanzines, y toda esa mierda - dijo Lois.
- He leído algunos y son realmente buenos - dijo Carry con la vista perdida tras dejar de comerse la boca con una de las putitas.
- Yo también he leído algo tuyo - dijo Pastel.
- Cuéntales tu secreto - dijo Lois.
- Bien, no tengo secretos - contesté - Empuño el lápiz, las tijeras, y dejo fluir toda mi imaginación tras haberme tomado dos cajas de seis cervezas.

Por la cara que hacían me dió la impresión de que no me tomaban en serio. Me puse furioso.

- Lois, creo que me largo - le dije.
- No tío, te dije que no te asustaras - me contestó amablemente mientras me sacudía el hombro.
- No aguanto toda esta mierda, todo esto apesta, joder.

La música hacía rato que había parado de sonar. Era un viejo equipo Pioneer de principios de los 90s acoplado a dos pantallas gigantes que seguramente habrían robado. Las pantallas eran mucho más buenas que el propio equipo de música.

- ¿Dónde está el puto concierto? - le pregunté a Lois.
- Se canceló el concierto, pero no te pude avisar porque no tienes teléfono, ya sabes.
- Mierda...

Me di la vuelta, les tiré una bolsa de plástico con unos cuantos fanzines viejos que había hecho hacía años. Miré a Carry y a Pastel.

- Eso es todo lo que tengo para vosotros - les dije.
- ¿No quieres un poco de cocaína Stig? - me dijo Carry orgulloso mientras posaba su súcia mano en la rodilla de una de esas zorras.
- Me gustaría pediros un favor.
- ¿Qué? - dijeron al unísono.
- Cuando me vaya de aquí cerrad la puerta, pues el ruido se oye desde muy lejos y es posible que venga la policía. Cerrad también las ventanas y dejad la luz de las velas, me parece más acojedor, más acorde con la mugre.
- ¿Nos estas vacilando, tío?
- No.

Me dí la vuelta, me despedí de Lois con una palmada en la espalda y tras agarrarme mis cervezas me largué de allí. Llegué al Corsa. Abrí la puerta con mi llave y busqué en la guantera. Encontré el zippo. Abrí la puerta del maletero. Busqué bajo la rueda de recambio una pequeña lata de combustible que recordaba haber guardado ahí en su día. Agarré la lata y me dirigí a la puerta de la casa. Traté de encender mi viejo teléfono móvil el cual hacía meses que no accedía. Se encendió. Envié un mensaje a Lois y tiré el teléfono a la cuneta.

Por sorpresa las puertas de la casa y las ventanas estaban cerradas. La música sonaba más bajo. Al fin y al cabo esos bravucones no eran tan valientes como pensaba.

Abrí la lata y empecé a rociar toda la hojarasca que había alrededor de la casa. Rocié tambien los marcos de las ventanas, de madera de roble podrido. Me encendí un cigarro y le dí una calada. Espere tres segundos y lancé el cigarro que acabó empapado. Saltó la chispa.

Me di la vuelta y andé hasta mi Corsa. Metí las llaves en la clavija y lo encendí. Metí la primera y aceleré mientras le daba al play al radiocassette. Pese a la música, pude oir el estruendo. Era una notícia sensacional.

Pensé en Lois, en los fanzines, en Carry, en Pastel, en las putas que habían ahí dento, en como arderían todos eses posters de mierda, en cómo quedarían las paredes llenas de pintadas, en Bakunin, y en toda la trivialidad de la juventud que a mi sólo me hacía vomitar.

Llegué a mi apartamento. Vomité en la jardinera. Me quité los zapatos. Me tumbé en el sofá y abrí una cerveza.

Después de asistir al concierto que habían dado en el túnel de la autopista me dirigí a mi coche para conducir hasta mi apartamento. Llegué. Tras abrir la puerta me descalcé y coloqué mis botas en paralelo, así, ligeramente separadas la una de la otra. Abrí la nevera. La dos primeras botellas las abrí con la boca. Me quité la ropa y me quedé en calzones. Me tumbé en el sofá.

Escuché un ruido que provenía del patio. Me asomé a la ventana pero no vi nada, solo la silueta de un gato que merodeaba los cubos metálicos de basura. Seguramente ese gato no viva muy lejos. Algún día saldré ahí fuera, y tras zarandearle lo mataré. Me da tanta pena. Incluso esas conversaciones inútiles que oigo a veces suenan más espléndidas que el caminar del gato sobre el muro. Me aburre.

Volví a mi sofá y encendí un cigarrillo. Le dí una larga calada y me miré las manos. Suspiré y con nerviosismo empecé a hacer zapping, sin prestar mucha atención a lo que echaban en la tele.

Oí como llamaban a la puerta.

- Entra, no he cerrado con llave.

Dejé la botella en la mesa, y me di la vuelta con pereza. Gruñí. Vi una silueta oscura que entraba por la puerta. La cerró tras ella.

-¿Te conozco? Tómate cuantas cervezas quieras, podría alimentar a un ejército con ellas.
- Bien.

Acostumbraba a no encender las luces de mi apartamento. No me gusta la luz. La oscuridad me da la tranquilidad que necesito. A veces prefiero no verme las manos tras fumarme dos cajetillas de tabaco en un concierto bajo el puente de la autopista.

- Joder, siéntate conmigo. Estaba mirando que hacen en la televisión.
- La televisión es entrañable pero bastarda.

Percibí como esa sombra se iba acercando. Arrastraba los pies el muy cabrón. Notaba frío, pero eso no me disgustaba.

- Puedes descalzarte si quieres.
- No es un problema.

Cuando esa cosa se sentó a mi lado me tocó la rodilla. Sentí el frío. Le miré a la cara. Tenía un tono renegrido pero me pareció curioso.

- ¿Quién eres?
- La Muerte.
- Mierda, ¿eres la muerte?
- Si.
- Dicen que la muerte viste de negro.
- Dicen. También debería llevar una guadaña, un clámide negro y una expresión exánime.

La verdad es que el muy cabrón tenía la cara masacrada por las picadas y las manchas de la viruela.

Me levanté. Abrí la nevera. Esta vez no la abrí con la boca, usé un abridor de botellas que me regalo Cindy la vez que la llevé a la playa y acabé levantandole la pollera para jodermela.

Nos terminamos el paquete de cervezas que había dejado preparado en la nevera para mi vuelta del concierto. La Muerte se sirvió mi último cigarro y se lo fumó de una calada.

- Tío, todo esto me parece de lo más absurdo.
- Lo es.

Apagamos la televisión, y nos pusimos a charlar sobre temas más relevantes. La Muerte tenía una voz oronda, pero era agradable oirla. Parecía satisfecha con la compañía. Yo empecé a acostumbrarme a ese frío. Me decidí a pensar que podía preguntarle.

- Oye, ¿Porqué toda esa mierda de gente se viste de negro en los entierros? No considero que la muerte sea elegante. Odio esas procesiones de casposos vestidos de negro intentando reflejar su compasión a la família del difunto.
- Es curioso, sí.
- Mierda, sí lo es.
- Creo que todos tienen una imagen negativa y satanizada de lo que realmente representa ese concilio para tontos.
- Si.
- No recuerdo haber asistido a ningun entierro donde una golfa se pusiera un atavío barato.
- A las golfas les gusta ser golfas cuando llueve y cuando hace sol.
- Tienes razón. La última persona a la que me llevé la desnudé a las puertas del infierno.
- Joder.
- Intenté jodermela. Pensé que morir, no es el final de una canción cristiana compuesta por un sacerdote. Entonces le puse otra vez la ropa.

Empecé a sentir el sueño. Le pedí que se fuera.

- Ha sido un placer. Ahora me gustaría descansar si me lo permites.
- Bien.
- ¿A que has venido?
- Bueno pasaba por aquí, me gustó el aspecto de tu apartamento visto desde la calle.
- No está mal para lo que pago. ¿Viste al gato negro que hay merodeando los cubos de basura?
- Si.
- Algún dia me lo quedaré.

La muerte se levantó y se despidió de mi. Al abrir la puerta de mi apartamento se dió la vuelta.

- Oye.
- ¿Que?
- En realidad venía por un motivo.
- ¿Si?
- Venía a fumarme tu tabaco.
- No te preocupes.

Cojí el paquete vacío que había dejado en la mesa. Lo arrugué con las dos manos. Lo lancé, pero no hice canasta en la esquina donde había un cubo súcio, con muchos papeles arrugados a su alrededor.

Me levanté y me fuí a mi dormitorio. Acomodé mi almohada y me tumbé con los ojos cerrados. Pensé en las diferentes formas que había de matar a un gato.